Aquel hombre que supo instalarse en el universo del cine como, probablemente, el más apuesto, romántico y galán de todos los James Bond de la historia cumple 90 años. Y sigue protagonizando una vida de película.
En efecto, Sean Connery nació en Edimburgo, Escocia, el 25 de agosto de 1930, proveniente de una familia de trabajadores; su batalla por la existencia siempre ha tenido que ver con el esfuerzo y la apuesta a los permanentes desafíos.
Su padre, Joseph Connery, era un trabajador de fábrica y conductor de camiones, católico de origen irlandés y con antepasados en el condado de Wexford; mientras que su madre, Euphamia, era una mujer de trabajos domésticos y protestante.
Así dadas las cosas, su primer trabajo fue como repartidor de leche, y posteriormente se alistó en la Marina Real Británica. De ese época datan dos tatuajes que reflejan, según su propio testimonio, sus compromisos personales, referidos, puntualmente, a su familia y a Escocia. Ya licenciado de la Marina por problemas médicos, pasó por diferentes empleos, desde peón de granja hasta modelo artístico y pulidor de ataúdes.
Un estudiante artístico, Richard De Marco, que pintó varios cuadros notables tempranos de Connery, lo describió como “muy recto, y también un poco tímido, demasiado hermoso para las palabras”.
Un detalle poco conocido de su vida radica en que Connery fue un excelente futbolista: después de haber jugado para Bonnyrigg Rose Athletic Football Club en sus años mozos, se le ofreció una prueba con el East Fife FC, mientras se encontraba de gira con el South Pacific, y en oportunidad de disputar un encuentro contra un equipo local en el cual Matt Busby, gerente del Manchester United, estaba observándolo detenidamente.
Según los informes de la época, a Busby le impresionó su destreza física y le ofreció, en consecuencia, un contrato por valor de 25 libras por semana. Connery lo rechazó y confesó, tiempo después, que estuvo tentado a aceptarlo, pero recordó, en este sentido, que “comprendí que un futbolista de primera categoría ya empezaba su decadencia a la edad de 30 años y yo ya tenía 23; decidí ser actor, situación que resultó ser una de mis decisiones más inteligentes”.
Luego de una serie de incursiones por el ámbito cinematográfico sin mayor relevancia, su gran oportunidad llegaría en 1962, cuando fue elegido para interpretar el papel de James Bond, un agente del servicio secreto británico creado por el autor Ian Fleming. El éxito de las películas de James Bond fue tal que se hicieron varias secuelas: “De Rusia con amor” (1963), “Dedos de oro” (1964), “Operación Trueno” (1965) y “Sólo se vive dos veces” (1967).
A principio de la década de los setenta, ya cansado del personaje y decidido a no encasillarse, cedió su lugar a George Lazenby, quién interpretó a Bond en una película solamente, llamada “Al servicio de su majestad”. El desempeño de Lazenby no conformó al público, entonces, debido a ello, las empresas cinematográficas empezaron a generar mucha presión, circunstancia por la que Connery regresó a regañadientes para protagonizar “Diamantes para la eternidad”, en 1971.
Después de esta película abandonó definitivamente el papel de Bond, siendo sustituido por Roger Moore. Y entonces se inició otra etapa para Connery, más fecunda, personal y arriesgada en el plano estrictamente artístico.
Visitó la Argentina en 1989 para protagonizar “Higlander II” junto con otro mediático del cine de ese entonces: Christophe Lambert. Y aquí, en Buenos Aires, como no podía ser de otra manera, hizo honor, precisamente, a sus mejores recursos de galán maduro. Cada mañana, se lo veía desayunar con una dama distinta en el salón comedor del Hotel Plaza, todas ellas, siempre, de menor edad que la estrella Hollywood.